La siguiente historia nos incita a reflexionar sobre nuestra poca perspectiva a la hora de leer aquello que nos pasa.
Un anciano labrador vivía en una pequeña y pobre aldea. Un día un precioso caballo salvaje, joven y fuerte, bajó de los prados de las montañas a buscar comida. El animal pudo saciar su hambre y sed en el establo, que estaba abierto, del anciano labrador. Su hijo, al darse cuenta de que el caballo había entrado cerró la puerta de la cuadra para impedir su salida. La noticia corrió a toda velocidad por la aldea y los vecinos fueron a felicitarlos. Entonces el labrador les replicó: “¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¡Quién sabe!”. Los vecinos no fueron capaces de entender nada…
Al día siguiente, el caballo al ser ágil y fuerte logró saltar la valla regresando a las montañas. Cuando los vecinos del anciano labrador se acercaron para lamentar la desgracia, éste les replicó: “¿Mala suerte? ¿Buena suerte? ¡Quién sabe!”. Y volvieron a no entender…
Semanas después, el caballo regresó de las montañas trayendo consigo una manada de más de cuarenta ejemplares a ese mismo establo. ¡Los vecinos no lo podían creer! De repente, el anciano labrador alcanzó una riqueza de la manera más inesperada. Entonces los vecinos felicitaron al labrador por su extraordinaria buena suerte. Pero éste, de nuevo les respondió: “¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¡Quién sabe!”. Y los vecinos pensaron que el anciano no estaba bien de la cabeza. Tener, de repente y por azar, más de cuarenta caballos en el establo de casa sin pagar un céntimo por ellos, solo podía ser buena suerte.
Pero al día siguiente, el hijo del labrador intentó domar al guía de todos los caballos salvajes. Sin embargo el animal lo pateó rompiéndole los huesos de brazos, manos y piernas. Naturalmente, todo el mundo consideró aquello como una verdadera desgracia. No así el labrador, quién se limitó a decir: “¿Mala suerte? ¿Buena suerte? ¡Quién sabe!”. A lo que los vecinos ya no supieron qué responder.
Y es que, unas semanas más tarde, el ejército entró en el poblado y fueron reclutados todos los jóvenes que se encontraban en buenas condiciones. Pero cuando vieron al hijo del labrador en tan mal estado, le dejaron tranquilo, y siguieron su camino. De nuevo los vecinos constataron la buena suerte que había tenido el joven al no tener que partir hacia una guerra. A lo que el longevo sabio respondió: «¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¡Quién sabe!».
Lo que parece una bendición puede convertirse en pesadilla y aquello que creemos que es un revés con el paso del tiempo puede que lo veamos como algo afortunado.
La siguiente historia de Alejandro Jodorowsky, ilustrada por Boucq, muestra como uno mismo puede contribuir en su mala suerte.
Caminando por la selva se topa con un león dormido. Poniéndose de rodiallas ante él, murmura: “Por favor, no me comas”. La bestia sigue roncando. Esta vez grita: “¡Por favor, no me comaaas!”. El animal no se da por enterado. Temblando, le abre las mandíbulas y acerca su cara a los colmillos para volver a gritar el ruego. Inútil. La fiera no despierta. Histéricamente comienza a darle patadas en el trasero: “¡No me comas! ¡No me comas! ¡No me comas!”. El león despierta, salta sobre él y, furioso, comienza a devorarlo. El hombre se queja: “Qué mala suerte tengo”.