En aquella casa familiar lo primero que llamaba la atención al entrar era una pared completamente llena de fotografías enmarcadas. Los tamaños eran diferentes, pero con una temática bastante repetitiva. Imágenes que captaban cumpleaños, viajes, fiestas, etc. Reflejos de una vida, instantes congelados en el tiempo que mostraban escenas familiares mezcladas con amistades.
Tal vez visto desde la perspectiva de un antropólogo podía resultar algo muy parecido a un altar en el que las imágenes impregnaban energéticamente la entrada. Frente a aquella pared -repleta de fotografías- cualquiera que la observara podía sentirse vigilado o incluso intimidado. Aunque en la actualidad la casa estaba vacía y las fotografías solo eran recuerdos de un pasado que parecía lejano.
Era consciente que la vida supone cambios, como ocurre con el agua en la naturaleza que fluye sin parar en un circuito sin fin. Inspirado por esa idea se propuso como objetivo intentar devolver la vida a la que fue la casa de su infancia.
En primer lugar, consciente que nadie podría vivir frente a aquel altar, descolgó todas la fotografías y las fue metiendo en una enorme caja de embalaje. Después las guardó con infinita delicadeza, rescatando la que consideró que transmitía auténtica felicidad. Enmarcó la que parecía tener la potencia -en positivo- de una bomba atómica y la colgó en un lugar de su casa como forma de quedarse con lo mejor del pasado.
Entendió que era absurdo mantener la casa cerrada y vacía como homenaje a sus ancestros. Decidió que nuevos inquilinos entraran a habitar la casa y de ese modo la vida pudiera regresar...
La vida siempre ofrece nuevas oportunidades.