Como cualquier comunidad aquella granja también se asentaba en mitos y leyendas transmitidos oralmente de generación en generación.
Una de estas historias habla sobre un súper-poder de los espantapájaros. Decía que en las noches en las que la luna está en cuarto creciente, si le dabas la espalda a un espantapájaros éste te acariciaba con la mano de Dios.
El origen y el sentido de esta leyenda eran desconocidos, y a nadie se le ocurría en la actualidad entenderlo literalmente e ir a probar eso de sentir el puro amor divino en la espina dorsal… excepto a conejo sin nombre, ese pequeño gazapo deprimido que ansiaba sintonizarse con algo o alguien que le diera un poco de calor.
El día que llegó a sus oídos la leyenda de la caricia divina, el conejito se informó de cómo funcionaba el calendario lunar y esperó ansioso al día en que la luna estuviera justo en forma de “D” mayúscula. Y en cuanto el satélite apareció en el cielo, fue en busca del único espantapájaros que había en su mundo, el de la granja. Le presentó su peluda espalda y cerró los ojos, esperando sentir el ansiado tacto de la caricia celestial.
No pasó nada.
Repitió la operación durante tres ciclos lunares y seguía sin pasar nada. Conejo sin nombre maldijo al espantapájaros, se sintió más mártir y desgraciado que nunca.
El cuervo que había observado con compasión la creciente decepción del pequeño mes tras mes, le dejó un mensaje escrito en un papel enrollado en la mano del espantapájaros: “Pasa de víctima a creador”.
Y así fue como conejo sin nombre se convirtió en escritor de cuentos.