Intuición, bendita inteligencia, quiero conocerte
Y distinguirte de mis deseos y de mis miedos
A veces sentimos un pálpito. De pronto, nos llega un conocimiento sin necesidad de razonar.
Y soltamos: “tengo la intuición de que…”, “mi intuición me dice que…”.
Este pálpito puede sobrevenir en forma de pellizco en el estómago, o una presión en el corazón, o un suspiro profundo, o mariposas revoloteando detrás del ombligo.
Lo que “dice la intuición puede ser algo positivo (deseado, que suma, agradable), o negativo (temido, que resta, que molesta).
Entonces dudamos. ¿Es mi intuición la que habla?, ¿es mi parte ilusa?, ¿es mi miedo?.
Son tres personajes internos que conviene conocer bien, para poder discernir sus voces y sus mensajes: nuestro “yo intuitivo”, nuestro “yo iluso”, y nuestro “yo miedo”.
Iremos hablando de cada uno de ellos, porque cuanto más desarrollemos el poder de situarnos en el trono del observador curioso, nuestro Self, mejor los distinguiremos, y más partido sacaremos a nuestra inteligencia intuitiva.
Albert Einstein la llamaba “la mente intuitiva”, un regalo de la naturaleza, un don sagrado, distinguiéndola de la “mente racional” un sirviente que trabaja continuamente desde el ego, por la supervivencia, con apegos y mecanismos de defensa rígidos, inflexibles. El genio alemán decía que hemos creado una sociedad que honra al sirviente y olvida al señor.
La mente intuitiva es una bondadosa maestra que nos guía en el camino, eso sí, hemos de aprender a distinguir su voz de otras, las llegan disfrazadas de intuición. Sí, de los deseos y de los miedos.